El mundo se desacelera, se detiene la veloz carrera. Por primera vez la gente levanta la vista de sus teléfonos, salen de sus universos virtuales y miran a su alrededor con temor. La raza humana es como una de esas familias en que cada uno piensa sólo en sí mismo, o como esas parejas en las que predomina el “Yo” por encima del “Nosotros”, que se lo dividen todo en vez de trabajar unidos. Nuestro mundo es desunido, dividido por ideologías políticas y religiosas, por intereses y poderes mezquinos. Por eso es frágil y vulnerable.
Quizás el mundo necesitaba un frenazo, una parada inmediata, como la bofetada ante un ataque de histeria. O simplemente un golpe de reflexión. A veces no hay mejor convocatoria que tener un enemigo común. Y tenemos ya un enemigo común. No un gigante cargado de armas como lo imaginó nuestra arrogancia, sino un enemigo invisible y microscópico, casi insignificante, pero contra el que nada pueden los tanques y los misiles, contra el que nada pueden el dinero y el poder.
Apenas dos meses bastaron para ponernos de rodillas. De nada han servido las armas y la super-tecnología, de nada han servido los millones y la fuerza. Se enferma por igual el rico y el pobre, pues todos hemos sido igualados de un solo golpe.
Ojalá muchos aprovechen este tiempo de cuarentena para reflexionar. Y después que pase este período de humillación, que haya en el mundo menos personas arrogantes y egoístas, menos personas que se creen dueños de verdades absolutas. Que los líderes piensen más en el ser humano, que cultiven la modestia y que incluyan más a Dios en el discurso.
Que toda esta calamidad nos haga mejores.
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